martes, 19 de junio de 2012

El arte en la construcción de la identidad nacional en México.



Adriana G. Alonso Rivera.

“Son las diferentes formas de expresión cultural, de la música a la historia, de la literatura a la pintura, las que nos pueden servir de guía para descubrir la forma en la que ser miembro de una nación se convirtió en algo natural para poblaciones que sólo unos años antes se sentían básicamente súbditos de un monarca y para las que el término nación hacía referencia únicamente a un sentido biológico-racial”.

Tomás Pérez Vejo.


Introducción.

El presente trabajo, pretende reunir brevemente diversas perspectivas teóricas en torno al papel del arte en el proceso de construcción de las identidades nacionales en América latina y en particular en México. En principio se ahondará en el concepto de nación, que los territorios post independientes del período decimonónico latinoamericano, no solamente acuñaron en el ámbito de la convivencia social, sino que además utilizaron como principal instrumento legitimador de sus nuevos órdenes políticos.

Del mismo modo se analizará la simbiosis entre función artística, estética y extra estética que existió en el proceso de construcción nacional, para posteriormente abordar el tema de la influencia que esta intencionalidad ideológico-política tuvo en el proceso de creación artística de aquel período, al ser el Estado el principal motor y mecenas del arte identitario. Finalmente se analizará el tema del poder de las imágenes en este sentido y  la noción de arte verdaderamente popular.

El concepto de nación.

La palabra “nación” posee un origen sumamente antiguo pues su utilización se remonta a numerosos textos tardo romanos. En este sentido, “Natio” era la locución que aludía concretamente a la estirpe o descendencia. Fue hasta la segunda mitad del siglo XVIII que este concepto, inmerso en la sociedad burguesa, aludió también a una forma homogénea, y quizá excluyente,  de identidad colectiva cuyo cometido principal fue instaurar la legitimación del ejercicio del poder. El concepto de nación, entonces, se encargó justamente de fungir como configurador de los numerosos aspectos que compondrían la vida colectiva del entramado social; y es justamente en este sentido que ser miembro de una nación se convirtió incluso en “una necesidad ontológica capaz […] de condicionar por completo nuestra forma de ser y estar en el mundo[1]”.

Habermas ya había afirmado que la nación es una forma específicamente moderna de la identidad colectiva, y en este sentido es que el uso moderno de la palabra la dota de una significación mayoritariamente política, pues es justamente la nación como identidad colectiva, el fundamento último del Estado como orden instaurado y la vida política emanada del mismo. Pérez Vejo menciona, respecto a lo anterior,  que este concepto encarna “la idea de una comunidad étnica, histórica, lingüística y culturalmente homogénea como fuente de legitimidad política”.

Es evidente entonces que para instaurar un orden político homogéneo en un territorio marcado por la heterogeneidad, unificar el imaginario colectivo sirviéndose tanto del desarrollo del instinto de pertenencia como del fomento de la idea de identidad,  resulta necesario e imprescindible y por ello es que dicho imaginario es justamente una construcción, lo cual, apela totalmente a la idea de que “la nación no es, se hace”[2].

De acuerdo a lo anterior, es importante resaltar lo enunciado por Bolfy Cottom en cuanto a que los conceptos de nación, identidad, patrimonio cultural y Estado son todos ellos hechos sociales  en el sentido de que son al mismo tiempo formados y formadores, creados y creadores de realidades socioculturales[3].

Es necesario señalar también que el concepto de nación posee implicaciones tan amplias que no puede adjudicarse su origen sólo al aparato del Estado, volviendo a citar a Cottom, éste asegura que “su existencia debe su origen a una matriz cultural que le dio unidad a la población del territorio y conformó la simiente del estado mexicano independiente”.

El arte constructor de identidad nacional.

El arte fue, un instrumento fundamental para el proceso de construcción de las identidades nacionales latinoamericanas en tanto herramienta eficaz de persuasión.

Cecilia Vázquez Ahumada menciona al respecto que “[e]l nacionalismo cultural incorpora a las masas para explicarles el pasado, el presente y el futuro, razones que respaldan la nación. El arte, a través de sus imágenes, brindó el discurso digerido y dirigido. Se seleccionan determinadas imágenes y se modifican las que no convengan al sentido de unidad”[4].

En este sentido, es evidente que, durante el siglo XIX, hubo un proceso de adaptación de las manifestaciones artísticas, principalmente las imágenes. En
palabras de Rodrigo Gutiérrez Viñuales se gestó una transición que fue desde los santos patronos hasta los padres de la patria:


“La religión católica […] fue una de las referencias ineludibles en las creaciones artísticas que surgieron vinculadas con la construcción de la nacionalidad, […] la filiación de temas laicos respecto de discursos religiosos fue una realidad no solamente en numerosas iconografías de carácter histórico, sino también en acciones glorificadoras puntuales”[5]. Ejemplo de ello, numerosas obras de arte como “El suplicio de Cuauhtémoc” de Leandro Izaguirre (1894), que bien podría aludir al proceso de tortura de algún santo o la “Representación de Miguel Hidalgo con la cruz en la mano” de Claudio Linati (1828) que reviste al héroe de un aire de santidad ineludible.

  Leandro Izaguirre. El suplicio de Cuauhtemoc. Museo Nacional De Arte. México. 1894

Por otra parte,  géneros pictóricos como la pintura de paisaje y de costumbres, temas  de suma preponderancia en el proceso de unificación identitaria, fungieron también como basamento de la imagen de territorio y población, elementos constitutivos del Estado, que se pretendía propagar al interior y al exterior de las novísimas naciones latinoamericanas .
Al respecto Gutiérrez menciona dos aspectos fundamentales. Por un lado que el territorio fue en sí objeto de invención a través del discurso literario y artístico y que además sentó las raíces de la identidad nacional y por otra parte, menciona que el imaginario costumbrista urbano y rural, se incorporó desde distintos frentes a la consolidación de perfiles nacionalistas desde lo cotidiano.


                                   Hesiquio Iriarte. "La china". Litografía de m. Murguía. 1854

No hay que olvidar que también los monumentos conmemorativos desempeñaron un papel fundamental para la incorporación de lecturas de los distintos períodos históricos a los discursos nacionalistas. En este sentido, es necesario mencionar que el enarbolamiento, tal vez discriminatorio a conveniencia, de diversos pasajes  históricos, en las diversas manifestaciones artísticas, no solamente se encargó de recuperar el pasado sino de rememorarlo y transformarlo en elemento de cohesión para construir un proyecto de nación homogéneo con miras hacia el futuro.

Finalmente, respecto a la literatura, puede decirse que ésta no sólo adquirió importancia como difusora del relato histórico sino también en términos estéticos, al adquirir ésta un estilo propio alcanzando un canon nacional  decisivo en la definición de la identidad en tanto pertenencia y origen, pues está claro que la reivindicación del pasado, en términos históricos, no fue suficiente para el proceso de construcción de las identidades nacionales; se necesitó también  de la inclusión de numerosos “rasgos de carácter objetivo[1]” en ella, como la lengua, 
las costumbres, la raza etc.

El poder de las imágenes.

Como ya se había mencionado anteriormente, las manifestaciones artísticas visuales, tales como la pintura y la escultura, tuvieron un papel preponderante no sólo en la propagación de la noción oficial de identidad nacional sino también en el ejercicio creativo de numerosos artistas de la época. José Ramón Fabelo menciona al respecto:

“El gran papel que la imagen desempeña en la vida, la constante mediación de construcciones simbólicas en nuestro vínculo con el mundo, han llevado a asumir como cotidianas y generalizadas las relaciones que antes se identificaban sólo con una esfera de nuestra existencia”[1].

En este sentido es evidente que el arte justamente fungió como elemento mediador entre la intencionalidad del Estado y el desempeño colectivo cotidiano al ofrecer a este último un paradigma simbólico capaz de influir de tal forma que en efecto reconfiguró la imagen que el entramado social poseía de sí mismo. Se trató pues del tránsito de una concepción de subordinación colonial y monárquica al hecho de asumirse como parte de una nación independiente, capaz de apostarle al progreso mediante el cobijo del nuevo orden político, del Estado Mexicano.

Por otra parte y respecto a la influencia que tuvieron los cánones académicos europeos en la iconografía de la época. La circulación masiva de imágenes de procedencia extranjera, por medio de las litografías, merece especial mención pues marcó notablemente el estilo de numerosos artistas locales. Tal es el caso por ejemplo del “Ignacio Allende” de Ramón Pérez (1865) que adopta totalmente la postura del “Napoleón en el puente de Arcole” de Antoine Jean Gros.





                            

De acuerdo a lo anterior sería útil consultar a Benjamin cuando asegura:

“Con la litografía, la técnica de la reproducción alcanza un grado fundamentalmente nuevo. E1 procedimiento, mucho más preciso, que distingue la transposición del dibujo sobre una piedra de su incisión en taco de madera o de su grabado al aguafuerte en una plancha de cobre, dio por primera vez al arte gráfico no sólo la posibilidad de poner masivamente (como antes) sus productos en el mercado, sino además la de ponerlos en figuraciones cada día nuevas”[1].

De acuerdo a lo dicho por Benjamin, en efecto, la reproductibilidad técnica de la obra artística modificó la relación de la masa para con el arte, pues éste ultimo se encontró más a la mano no sólo de los espectadores sino también de los artistas imporsibilitados para viajar a conteplar las grandes colecciones europeas. Es correcto pensar que, en algunos casos, la reproductibilidad técnica supone la masificación del arte y por ende su aligeramiento y declive, sobre todo si el Estado es quien mayoritariamente la patrocina a conveniencia. Sin embargo esto no es una generalidad, y en efecto, en el México del S. XIX “las fuentes de imágenes debían estar disponibles para que los artistas abrevaran en ellas y pudiese construirse el arte
nacional, incorporando y recreando el pasado”[2] para, de esta forma, contribuir a la intención unificadora de la nueva nación Mexicana.


La intencionalidad ideológico-política  del arte y la fusión de las funciones artística, estética y extra-estética.

La interiorización y aceptación de normas y valores estéticos que acarreó consigo la construcción de las identidades nacionales, obedeció a un proceso de imposición institucional, el cual, en el caso de Latinoamérica y concretamente en el de México, se llevó a cabo mediante una especie de “oficialización del arte y la cultura”. En este sentido, los artistas decimonónicos se adaptaron a las exigencias de la época y, de esta manera, el  Estado impuso los temas que habrían de pintarse, por un lado, y  por el otro, los artistas recibieron apoyos económicos y académicos por parte del mismo para incentivar  tanto el desarrollo de sus cualidades técnicas como de su producción. De esta manera, los premios y las becas se convirtieron en el principal motor de la producción artística nacional a partir del siglo XIX .

Sería fácil aludir al hecho de que este sesgo temático impuesto por el estado podría fácilmente atentar en contra del libre ejercicio creativo de los artistas de la época. Jan Mukarovsky ya había planteado este dilema al referirse al arte religioso realizado por encargo, el cual presupone también un diapasón restringido de posibilidades para el artista. En este sentido resulta útil acudir al punto neutral que nos ofrece José Ramón Fabelo[3] en sus nuevas tesis sobre los valores estéticos, en las que menciona dicha subordinación es relativa y para sustentar lo anterior menciona las revolucionarias innovaciones que en distintas disciplinas artísticas introdujo Miguel Ángel, las cuales muestran la relativa autonomía del arte en relación con las imposiciones de carácter institucional, aún cuando el primero se realice bajo las condiciones de las segundas.

Respecto a lo anterior podemos concluir que en efecto la tensión entre lo artístico y lo institucional, y en este caso político, puede ser relativa para el arte, cuando restringe la creatividad del artista, pero también puede ser positiva, cuando se convierte en incentivo y motivo de esa creatividad.

En cuanto al tema de la exitosa fusión entre las funciones artística, estética y extra estética dentro del proceso de construcción de las identidades nacionales, es necesario señalar de inicio lo dicho por Mukarovsky en cuanto a que la función estética es un componente de la relación entre la colectividad humana y el mundo y, en este sentido, una extensión determinada de la función estética en el mundo de las cosas se encuentra relacionada con un conjunto social determinado. De acuerdo a lo anterior, se puede inferir que dentro del proceso de construcción de la nación mexicana no existió un claro predominio de la función extra-estética (político-ideológica) sobre la función estética y artística de las manifestaciones culturales de la época sino más bien una exitosa simbiosis que brindó resultados contundentes y equitativos a éstas tres.

Recordemos que Mukarovsky  afirma que “La función estética ocupa un lugar importante en la vida de los individuos y de toda la sociedad. Ocupa también un campo de acción mucho mas amplio que el arte mismo; cualquier objeto y cualquier acción (sea un proceso natural o una actividad humana) pueden llegar a ser portadores de la función estética y es en este contexto que el autor afirma que no hay ningún límite fijo entre la esfera estética y la extra estética[4]”.

Con esto se pretende señalar que si bien el arte fungió como instrumento de creación de identidad para la legitimación de la instauración de un orden político, basado en el instinto de pertenencia e identificación territorial y popular (una clara intención extra-estética), esto no significa que las funciones estéticas y artísticas, propias de la producción artística de aquel entonces, hayan venido a menos. Mukarovsky apunta, en estos términos, que es artístico aquello en lo que no sólo predomina la función estética sino que además contribuye al enriquecimiento espiritual del individuo y de la colectividad y en este sentido, es necesario reconocer que tanto la identificación como el instinto de pertenencia a una nación, no sólo de cara al pasado sino con miras a establecer un proyecto colectivo de cara al futuro, promotor de la unidad desde la diversidad,  representa una forma muy acertada de enriquecimiento colectivo.

Mukarowsky señala también que “la supremacía de la función estética, alcanza su plena importancia sólo al realizarse la diferenciación mutua de sus funciones[5]” y es justamente esa la manera en la que la historia del arte debe acercarse a este período, ahondando tanto en la intencionalidad político-ideológica de la nación mexicana  naciente del siglo XIX como en los detalles de la producción artística de la época y el legado heredado de ellas en el presente.

Finalmente, para concluir este apartado, recurro a lo dicho también por el filósofo checo en cuanto a que por un lado, algunas artes forman parte de una serie ininterrumpida, en la que se encuentran también fenómenos extra artísticos, e incluso extra estéticos y por otro, existen también fenómenos que por su esencia están arraigados fuera del arte, pero que tienden a él.


 La reivindicación del concepto de arte verdaderamente popular.


La noción de arte verdaderamente popular tiene mucho que ver con la posibilidad efectiva de que “el goce estético deje de ser patrimonio de una minoría, para que convertirse en un goce cada vez más profundo y humano.[6]”.

Si bien, la intención por unificar en términos identitarios el territorio nacional obedeció a una necesidad de legitimación política, no debemos olvidar que en alguna medida, esta coyuntura  brindó la posibilidad de reconocer lo propio mediante diferentes manifestaciones como el arte. Es claro que ante los ojos de los mexicanos del período decimonónico sólo se presentó aquello que en efecto convino a la causa oficial, sin embargo, es nuestro deber reconocer que se sentaron numerosas bases para la extensión del disfrute estético  e indirectamente también para su crítica. Pensemos sólo en la creación de los grandes museos nacionales latinoamericanos.

El arte, según Sánchez Vázquez es justamente una de las vías más fecundas de que el hombre dispone para elevarse como tal, en términos tanto de quien lo crea como de quien lo disfruta. En este sentido, fue preciso que “la obra de arte única e irrepetible pudiera ser estandarizada, reproducida masivamente” para que pudiera darse un consumo masivo e ilimitado de ella[7]”. En este sentido es que justamente no debe confundirse el concepto popular con el de arte de masas, en tanto este último como arte del hombre cosificado y enajenado; tampoco debe equipararse al concepto de arte populista en tanto arte acerca del pueblo[8].

Es necesario señalar también que no debe confundirse el término “popular” en términos cuantitativos con el término “popular” en términos cualitativos, pues mientras que el primero  alude a un éxito y a una masificación que no involucra ningún tipo de autenticidad artística, el segundo además de dirigirse a las mayorías, encarna también las aspiraciones e intereses del pueblo, en una fase histórica dada, y como tal mantiene cierta relación con la política y por esta razón es que justamente es tendencioso en tanto se encuentra siempre en estrecho contacto con la vida colectiva y por tanto revela profundo contenido ideológico[9]”.

En suma, la utilización del arte como herramienta de configuración de las identidades nacionales si bien fue poseedor de una intencionalidad extra estética, logró adquirir sobre la marcha no  solamente valor estético sino en muchos casos artístico, pues contribuyó también al enriquecimiento de la vida colectiva al fortalecer sentimientos como el reconocimiento de lo propio y la identificación encarnada en el instinto de pertenencia a una nación, no sólo de cara al pasado sino con miras a establecer un proyecto prospectivo colectivo, es decir, de cara al futuro, que si bien no llegó a lograr totalmente el cometido, e incluso, en algunos casos, sembró la semilla de la desigualdad, promovió ya sea por vía del acuerdo o del desacuerdo, las bases de la construcción de la unidad desde la diversidad.

Es preciso aceptar también, fuera de los radicalismos y el fanatismo que el nacionalismo ha acarreado consigo a lo largo de la historia, que sólo se puede dar cara al proceso de globalización, siendo los Estados-nacionales poseedores de un proyecto colectivo común, acorde a sus condiciones regionales derivado del reconocimiento de su origen y sus características domésticas. Cecilia Vázquez menciona al respecto que la incorporación a las raíces de México tanto de lo prehispánico como de lo colonial y lo popular, en aras de la unidad, contribuyen a la marcha acompasada de todos los grupos sociales que conforman el país, sin atentar en contra de la diversidad que los caracteriza.

Finalizo este trabajo con una cita de Adolfo Sánchez Vázquez en la que afirma:

“El arte popular es el verdadero arte de su tiempo, pero, por ello también es el arte capaz de vencerlo, de superarlo”.



[1] Benjamin Walter. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Discursos Interrumpidos I, Taurus, Buenos Aires, 1989.
[2] Vázquez Ahumada Cecilia. Op. Cit. P. 51
[3] Fabelo Corzo José Ramón. Nuevas tesis sobre los valores estéticos. Tesis no. 18.
[4] Mukarovsky Jan. Función, norma y valor estético como hechos sociales. P. 48
[5] Mukarovsky Jan. Op. Cit. p 51
[6] Sánchez Vázquez Adolfo. Las ideas estéticas de Marx. Siglo XXI Editores México 2005. P. 236
[7] Sánchez Vázquez Adolfo. Op. Cit. P. 237.
[8] Para aclarar el concepto de arte populista como arte “acerca del pueblo”, apelo a la cita de Adolfo Sánchez Vázquez en la que afirma: “Se cree entonces que basta con convertir al pueblo en objeto de la representación artística y teñir los medios expresivos de un supuesto color “popular,” […] los usos y costumbres populares, para que se tenga un arte verdaderamente popular. Pero esta concepción, no por bien intencionada, deja de ser menos falsa”.
[9] Sánchez Vázquez Adolfo. Op. Cit. PP. 266-267




[1] Fabelo Corzo José Ramón. El concepto “sociedad del espectáculo” de Guy Debord. Publicado en: Estética. Enfoques actuales, Edit. Félix Varela, La Habana, 2005, P. 211

[1] Pérez Vejo. Op. Cit. P. 302



[1] Pérez Vejo Tomás. La construcción de las naciones como problema historiográfico: El caso del mundo Hispánico.. P. 276.
[2] Pérez Vejo. Op. Cit. P. 281
[3] Cottom Bolfy. Nación, patrimonio cultural y legislación: Los debates parlamentarios y la construcción del marco jurídico federal sobre monumentos en México, Siglo XX. Cámara de Diputados, LX legislatura, Miguel Ángel Porrúa. México 2008.
[4] Vázquez Ahumada Cecilia. “Los Patrimonios artísticos regionales reclaman ser estudiados. El caso del Museo de Arte Religioso del ex convento de Santa Mónica en Puebla Pue. Tesis para optar por el grado de Maestría en Historia del Arte. Universidad Autónoma de México, 2010. P. 51
[5] Gutiérrez Viñuales Rodrigo. El papel de las artes en la construcción de las identidades nacionales en Iberoamérica. P. 346.